domingo, 24 de marzo de 2013

37 años

Acostumbro escribir algo los 24 de marzo, aniversario de una de las tragedias más poderosas de nuestra Argentina. Hoy debemos valorar que hay 400 represores tras las rejas y algunos tantos otros libres por ahí, haciéndose los bobos, pero en cualquier momento los encontramos. Esto se debe a la lucha implacable de las madres y abuelas de plaza de mayo, de tantos otros organismos de DDHH, de ex detenidos, ex perseguidos exiliados, familiares y de simples particulares como yo (que a su vez caigo en un par de las categorías auxiliares) y a la voluntad y la energía inclaudicable de este gobierno que nunca bajó los brazos a pesar de las contínuas jugarretas y leguleyadas del establishment socio de la dictadura y sus personeros enquistados en la justicia.

En años anteriores escribí "El negro Martín", memoria y homenaje a la militancia de los '70. El negro, Luis Alberto Vuistaz dirigente de la JP de Salta, estuvo viviendo en mi casa, refugiado cuando las balas le pegaban cerca, en 1975-76. Supo darme un consejo que me resultó vital, que me enseñó a no hablar tanto de lo que haría o quería hacer, sino simplemente a hacerlo. Creo haber sido merecedor de aquellas palabras, mi guitarra y mi militancia en todos los frentes, casi histéricamente celosa de mis valores, pueden atestiguarlo.

También inspirado en un 24 de marzo publiqué en este blog "El juego de la escondida en 1977" en donde recordaba un jocoso (aunque tal vez también peligroso) momento de aquel año de riesgos y persecuciones con una impronta de ingenuidad infantil en un marco de terror en ciernes.

Más allá en el tiempo escribí sobre mamá, la Coca, y sobre mi hermana que estuvo desaparecida y luego detenida por casi cinco años, relatando aquellos momentos de terror con la acometida de un hacha filosa sobre nuestras cándidas ilusiones. Ah, ahí lo encontré, ya fue publicado en facebook en el 2011, así que ahí va.


23 de marzo de 1977



Esa tarde de marzo estábamos en el departamento que habitábamos en el edificio en la ciudad de Santa Fe, con mamá y mi hermano Guillermo. Mi hermana Ana María había salido a la siesta o primera hora de la tarde, creo que a visitar a mi padre, quién residía a unos 3 kilómetros de nuestro domicilio desde la separación del matrimonio.



El clima estaba húmedo y caluroso y el cielo despejado.



Yo estudiaba en 5to. año de la secundaria, Colegio Nacional y mi hermana estaba cursando Filosofía en la Universidad Católica de Santa Fe y militaba en la Juventud Universitaria Peronista, Guillermo estudiaba en la UNL y trabajaba en el túnel subfluvial. Tanto Guillermo como yo habíamos militado en el FIP hasta que con la dictadura nos llamamos a jardines de invierno.



A eso de las 6 o 6.30 de la tarde, mamá atendió una llamada telefónica de la madre de una compañera de facultad y militancia de Ana, desesperada porque desconocidos habían secuestrado de su casa a su hija, la que también había militado en la misma organización.

En vista de la situación del país, comprendimos que era necesario avisar a Ana. Para ello, si bien suponíamos que estaría por regresar a casa, llamamos a la casa de nuestro padre pero Ana ya había partido.

Mamá, muy nerviosa, incluso bajó a esperarla en la parada de colectivo y advertirle pero, como ella no llegaba volvió a subir, supongo que para intentar llamar a las casas de amigas y conocidas de mi hermana para localizarla. Seguramente temía que la pudieran haber secuestrado en algún punto del trayecto.

Finalmente, pasadas las 20.30 llegaron a casa Ana María y su entonces novio, Néstor. Una vez al corriente de la situación, decidieron irse inmediatamente.

En eso sentimos la llegada del ascensor a nuestro piso (el edificio cuenta con 4 departamentos por piso) y luego gritos imperativos y golpes a la puerta del departamento contiguo a mi casa. Una vecina o el portero, quiero creer que a propósito, les había dado mal el número del departamento.

Ana María y su novio empezaron a subir por la escalera, en dirección al piso superior, pero mi hermana volvió a ingresar al departamento al darse cuenta de que se olvidaban la libreta universitaria de Néstor.

Antes de que volviera a salir mi hermana, apercibidos de su error, la patota que había ingresado a los gritos al departamento de al lado abrió bruscamente la puerta de casa. Por esa época teníamos la costumbre de dejar la puerta que da al pasillo del edificio sin llave. Nunca más volvimos a dejarla sin llave, oh, inocencia perdida.

Entraron dando gritos, dijeron pertenecer a algo así como “Coordinación Federal”. Yo en ese momento me encontraba leyendo, para descargar un poco la tensión, en el dormitorio que está al final del pasillo interno del departamento, habitación de mi madre y al escuchar el ruido, instintivamente me dirigí hacia el pasillo con la intención de llegar al living. En ese momento ví que la persona que estaba de frente al pasillo, armada con una especie de ametralladora o pistola de repetición, alzaba el arma apuntándome y hacía un movimiento aprontando la misma para disparar. Al mismo tiempo escuché un grito, proferido por alguna persona de las que acababa de entrar: ¡Quieto, muchacho! Otro efectivo, el que luego nos pareció que actuaba como jefe del grupo, le dijo al que me apuntaba: “Dejá, no dispares” o “No abras fuego”, o algo por el estilo. A mí me dijo: ¡Manos arriba, muchacho!, Avance despacio.

Personajes

1- El “jefe” era de contextura robusta, aproximadamente 1.70-75 m., morocho, de cutis trigueño, pelo corto al estilo militar. Vestía camisa clara y jeans y portaba una pistola automática de dimensiones similares a las 9 mm. Con mi hermano y mi madre pensamos que era el jefe del grupo dado el ascendiente sobre los demás (obedecían sus órdenes y le consultaban ante alguna duda).

2- "El de la ametralladora", que casi me manda al otro barrio tenía pelo castaño oscuro lacio y cutis trigueño, aproximadamente 1.70 metros de altura o menos, robusto, el pelo no tan corto, contextura normal-robusta. Vestía remera clara y jeans, con una gorra verde de tela, con visera similar a las de los militares de baja graduación. Portaba una ametralladora de pequeño tamaño, de un tipo que nunca había visto y que creería volver a ver en las películas de Hollywood al estilo Duro de Matar. De expresión como “perdida” fue el que, al ingresar, quedó vigilando el pasillo.

Yo me acerqué al living, lentamente y con los brazos en alto.
Uno de ellos, de campera verde, encabezó una inspección de los objetos y espacios de mi casa. Entre tanto, efectuó una o dos salidas del departamento, aparentemente para coordinar con otros efectivos que se encontraban vigilando el ingreso del edificio.

3- "El de campera verde". Éste nos pareció el segundo a cargo. De contextura delgada, aproximadamente 1.70-1.75 m., de cutis blanco, pelo color castaño, largo y con ondas, bigote y barba de las denominadas candado o “chiva”. Vestía jeans y campera de tela parecida a las de los militares. Portaba una ametralladora también desconocida. A mi hermano y a mí nos pareció vagamente conocido. Revolvió todas las habitaciones del departamento. Algunos artículos desaparecieron luego de su paso, como por ejemplo una colección de pipas con su soporte giratorio que nos había regalado mi padre, junto con algunos libros y alhajas familiares y de mi madre.

4- "Cara de pajarraco". Había otro efectivo, de pelo negro largo, sin barba ni bigote, de ojos prominentes, con una cara fea como de pájaro, también de ametralladora, sólo que esta vez era una Pam, habitual en las fuerzas de seguridad.

Éstos son los que recuerdo aunque seguramente había un par de efectivos más, creo, pero no me los grabé ya que entraban y salían permanentemente. A estos cinco me parece verlos todavía, los busqué o temí todos esos años y todavía los busco entre la multitud, aunque ya no son, no los reconocería.

Me preguntaron quién era y qué hacía. Una vez informados de mi identidad me ordenaron que me siente en el pequeño sofá del living, en el que ya estaba mi hermano Guillermo (estudiante universitario, también había militado). En esa situación nos interrogaron, mientras nos encañonaban, sobre lo que hacíamos y sobre las actividades de nuestra hermana.

Mi madre Elsa, de 53 años, docente, estaba en la cocina, también con un efectivo que la encañonaba y la interrogaba.

Pasadas una hora y media o dos horas y sin reparar que en la mesa del living había servicio (platos y cubiertos) para 5 personas, siendo 4 los que estábamos en ese momento en la casa, se marcharon llevando a mi hermana esposada. Ellos no cayeron en la cuenta, no vieron ese detalle, no eran para nada inteligentes y se fueron sin esperar ni preguntar por el quinto comensal. 

Algunos vecinos recuerdan a Ana saliendo con la cabeza bien en alto, con un vestido verde. En el barrio algún “gracioso” hizo correr el rumor de que estaba involucrada en el terrorismo económico, con Graiver (sí, el mismo al que le robaron Papel Prensa). Muchas calumnias se dijeron de nosotros en el barrio. Recuerdo a dos soretitos (un tal Carlos Fernández y un tal Baumann, que después se hizo el defensor de los derechos humanos y llegó a dirigente gremial bancario) que recorrieron varias casas del barrio allá por 1979 calumníandonos a los Cámara y a los Peralta Pino, unos chicos amigos. De nosotros decían irónicamente: "Familia modelo" "La madre, borracha, la hermana mayor terrorista económica, el del medio, guerrillero (por Guillermo) y el menor, drogadicto". Lo de drogadicto viene de que yo escuchaba música 'progresiva' (hoy se dice 'rock'), tenía el pelo largo y los jeans rotos, no rotos de ir a la moda sino de viejos. Muchas veces no teníamos ni para cenar y el recambio de ropa era todo un tema.

Nosotros no estábamos tan preocupados, pensábamos que a lo sumo a Ana le darían unas cachetadas en la comisaría y en cosa de un mes estaría de vuelta en casa. Ya habían empezado a aparecer cadáveres al costado de las rutas pero no quisimos vincular tantas cosas. Recién un par de años después tomaríamos conciencia del horror que pudo haber empezado allí, en nuestra casa y que de hecho terminó con 30.000 desaparecidos, asesinatos, robos de bebés, robos de empresas, etc.

Al rato, apenas repuesto de la agitación que la situación me había generado bajé al frente e inmediaciones del edificio para ver si encontraba a Néstor o veía algún otro movimiento, infructuosamente. A su vez, mamá había subido a la terraza  pero no lo vio ni respondió a sus llamados. Mucho después supimos que Néstor estuvo sobre el enorme tanque de agua en la terraza del edificio hasta las 2 de la mañana, pero no escuchó los llamados de mi madre. Luego se escapó a otra provincia a la casa de amigos. Volvería a Santa Fe recién unos años después.

Los individuos que irrumpieron en mi casa no estaban vestidos con uniforme militar ni policial ni se identificaron como policía o ejército, apenas como “coordinación federal”, que no significaba nada. Todos vestían pantalones tipo “jean” o vaquero o bien algún tipo de pantalón de uso civil y camisas o remeras propias de la indumentaria civil, o al menos eso parecían. En general llevaban zapatos (aparentemente) o zapatillas. Lo único que recordaba a vestimenta militar era la campera verde del ídem. Esto evidencia el  carácter delictivo-ilegal de la patota y su procedimiento.

Volviendo a Ana, estuvimos unos 15 días sin saber de ella, a pesar de que Mamá no dejó de mover cielo y tierra: despachos del gobierno provincial, policía, comisarías, ejército, jueces, hasta al arzobispado recurrió. Pero nada, hasta que una madre de un alumno de la escuela de mamá le dijo que estaba detenida y que ya la iban a legalizar. Así lo hicieron pasadas otras semanas y estaba detenida ¡A 150 METROS DE CASA!, en la Guardia de Infantería Reforzada, Urquiza al 700. Desde las ventanas de casa mirábamos con tristeza y esperanza aquel edificio hermoso de diseño y fatídico de funciones.

En la primera visita que pudimos hacerle, en el patio de la GIR Ana nos mostró las marcas de la picana y las quemaduras de cigarrillo. Había pasado más de un mes. También le habían pegado y simulado fusilarla muchas veces. Estábamos contentos de volvernos a ver y al mismo tiempo tristes por tanto dolor y por la situación terrible en que se encontraba Ana.

Yo para ir a la visita, que era matutina y en horario escolar, tuve que lidiar con Esquivel un gordo hijo de puta, jefe de preceptores del Nacional que se había empeñado en desconocer la nota de excusa que me había dado mi madre argumentanto que eso no estaba permitido. Se la peleé hasta lo último, ¿cómo no iba a tener mi madre derecho a sacarme de la escuela? Ya cansado de la porfía le dije que o me dejaba ir o me escapaba y al final me dejó salir.

En esas semanas en que estuvo desaparecida Ana pasó por la tristemente célebre comisaría 4ta de Santa Fe, al mando de Facino (apellido que bien podría derivar de facineroso) y luego por alguna de las muchas “casitas” de la represión en Santa Fe, varias de las cuales han sido demolidas o son inhallables.

Usaron la declaración obtenida bajo tortura en una causa federal donde su crimen era haber participado en dos pintadas. 3 años de cárcel que excedería largamente a disposición del PEN (Poder Ejecutivo Nacional, artilugio del estado de sitio que les permitía a los dictadores disponer a su antojo de vidas y destinos). El juez federal que le tocó era Mántaras (tremendo fascista) y el escribiente era Brusa, quien ya en democracia fue designado juez…

Brusa iba a tomarles declaración y las presionaba con volver a ponerlas en manos de la patota si cambiaban lo que les arrancaron en el catre de tortura, con un revólver sobre el escritorio y mientras ensayaba patadas y puñetazos de karate muy cerca de las cabezas de las chicas. Todo esto en la misma GIR en donde a veces, antes de entrar a la reunión con Brusa, algunos miembros de la patota "aconsejaban" a las detenidas en la puerta para que no cambien su declaración bajo tortura so pena de volver a llevarlas a "la casita".

Al abogado que pusieron mis padres, el Dr. Antille un viejo bonachón muy vinculado con la “society” local no le permitían acceder al expediente. No obstante, por sus múltiples contactos consiguió bajo cuerda una copia del expediente que todavía supongo mi hermana tiene en su poder.

Junto con Ana secuestraron a varias de sus compañeras y compañeros de militancia: al día siguiente venía Videla y querían hacer buena letra.

Al llegar a su lugar de encierro las flamantes detenidas se encontraron con varias reclusas menores de edad (tenían la misma edad que yo y que los secuestrados en “La noche de los lápices” y luego asesinados) que habían secuestradas cerca de un mes antes. Una de ellas era Silvia Suppo a la que habían violado y embarazado y a quien luego hicieron abortar. El compañero de Silvia, Reynaldo Hattemer todavía está desaparecido. Ya volveré sobre esto.

Ana estuvo detenida en la GIR poco más de un año hasta que una mañana la sacaron a las patadas junto con casi todas sus compañeras de encierro y, sin dejar de pegarles las subieron a un avión y las llevaron a la cárcel de Villa Devoto. La sacó relativamente barata: muchos compañeros fueron a dar a Rawson y otros penales igualmente lejanos. Allí estuvo hasta totalizar casi 5 años.

Mamá no dejó nunca de visitarla en los 6 días corridos en que los milicos permitían que la gente del interior visitara a sus familiares, cada mes y medio. A pesar de su tendencia a la depresión y su vida difícil sólo flaqueó varios años después de salir Ana en libertad y se pasó años deprimida, y con varios intentos de suicido. 

El sueldo de maestra de mamá no alcanzaba casi ni para pagar la cuenta del almacén y nuestro padre prácticamente no aportaba nada. Muchas noches no cenábamos. Por las madrugadas me quitaba el sueño y me hacía un nudo en la garganta escuchar a través de las paredes el llanto de impotencia de mi madre porque el sueldo de maestra no le alcanzaba para pagar la libreta del almacén.

Yo pude ir a Devoto a visitar a mi hermana algunas veces. Había que presentarse en el penal a las 12 del mediodía, hacer primero una cola afuera hasta que en una especie de boletería de cancha te tomaban los datos del DNI luego de una cola que podía durar hasta una hora. Luego a hacer cola de nuevo para pasar el primero de una serie de cinco portones de metal muy gruesos. Y así sucesivamente hasta llegar a la requisa en el cual a las mujeres hasta les metían los dedos … ya saben donde. El personal, aún el más amable, gritaba, amenazaba y prepoteaba a más no poder. Pobre gente infeliz y sin perspectivas. Luego de todo esto recién pasábamos a la sala de locutorios en dónde un grueso vidrio tipo blindex nos separaba de nuestra frágil detenida. Podíamos hablar, pero sólo a través de un tubo grueso de metal con una especie de colador de pastas en cada extremo, sólo que el “colador” era de hierro fundido. Hacíamos la clásica de las películas de superponer las manos a ambos lados del vidrio, como ínfimo intento de contacto, calor, humanidad y cariño. A diferencia de en la GIR, sólo una vez tuvimos en Devoto una visita de contacto y fue en la pascua de 1981. Salíamos unas seis horas después de entrar.

A Guillermo y a mí nos seguían esporádicamente al ir a  la escuela o facultad. Tengo una anécdota entre macabra e inocente yo y un amigo jugando a las escondidas con un esbirro al cual desorientamos dando vueltas entre el Parque Sur y las calles del barrio. Lo escribí y tal vez alguna vez lo publique (N de hoy: ya fue publicado en este blog y creo que en alguna revista, se llama El juego de la escondida en 1977).

Ana salió en noviembre de 1981, mamá la fue a buscar a Devoto y la trajo en el colectivo de la noche. Ese día, la familia se reunió por primera vez desde 1977 en la terminal de colectivos de santa fe y esa misma mañana, bien temprano, nos fuimos a tomar mate al Parque, evitando más encierro en el departamento. Mi hermana, muy flaquita, estaba como alucinada, mareada de ver tanto espacio y árboles. No es fácil imaginarse eso.
Pasaron muchos años de injusticia y excusas de los gobernantes. El Punto final y la obediencia debida de las “felices pascuas” de Alfonsín, los indultos de Menem, la bobaliconada criminal de De la Rúa. Ana incluso declaró ante Baltasar Garzón, pero nada.

Hubo, finalmente, un juicio que comenzó en setiembre de 2009. Los acusados fueron Brusa, Facino, Ramos (policía miembro de la patota), Colombini (también miembro de la patota), Perizotti (jefe de la GIR) y Aebi (guardiacárcel) y se los condenó a entre 19 y 22 años de prisión común y efectiva.

A Silvia Suppo, también testigo en el juicio, la mataron en su Rafaela natal en un turbio caso que ni a mi ni a muchos de los otros testigos del juicio nos tranquilizó, precisamente. Según la versión del gobierno y policía santafesinos, dos cuidacoches de la misma cuadra en la que estaba el negocio de cuero de Silvia, que nunca habían matado una mosca, decidieron (¿?) convertirse en asesinos un 29 de marzo al mediodía, casualmente a pocos días del 33º aniversario del golpe militar. No sólo temían los aberrantes ricachones, policías y militares de la zona a esta pequeña gran mujer por el caso Brusa, sino porque era clave en el juicio por la desaparición de Reynaldo Hattemer.

Los organismos de derechos humanos suponen que hubo unos 60-70 represores actuando en Santa Fe, pero sólo conocemos los nombres de 7...

Una vez una conocida me dijo: ojalá obtengan lo que esperan de esto. Yo creo que sugería que teníamos algún interés espurio. Yo le dije: yo lo que quiero es verdad y justicia (y ése fue mi juramento al pasar el blindex de la sala de audiencias del tribunal federal, con los represores y sus defensas a la derecha, los jueces y secretario al frente y los querellantes y sus abogados a la izquierda). Pero por sobre todo quiero que Martín, Matías, Julieta e Irina, mis hijos, puedan, si así lo quieren, tener ideales de un mundo mejor y luchar por ellos sin exponerse a ser secuestrados, torturados, encarcelados, desaparecidos, robados y tantas otras atrocidades como las que nos propinaron Videla, Massera, Agosti, Viola, Menéndez y sus secuaces. Y también quiero lo mismo para Javier, Luciana y Florencia, los hijos de Ana, tanto como para la Pupi, hija de Guillermo. Y lo mismo para todos nosotros, nuestros hijos, nietos y los que vengan. E incluso aquellos que sospechan de nuestras motivaciones y para sus hijos y demás descendencia.

Ana y yo tuvimos suerte y pudimos ser testigos en aquel juicio histórico. Seguro que mamá asentía nuestro testimonio desde algún lugar del infinito con su semisonrrisa de mona lisa y su cara surcada por las arrugas y otros signos de su lucha eterna.




Esteban Cámara, 25 de marzo de 2011
 


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