miércoles, 25 de diciembre de 2013

La invasión de las abejas

I
En septiembre de 2005 empezamos a ver las primeras abejas en nuestro patio. Luego de unos pocos días, caímos en la cuenta de que estaban instaladas en algún lado de nuestra propiedad. Poco después vimos que entraban y salían desde unos agujeros que nos habían dejado unos pésimos albañiles. Un hueco en una pared que da al patio, originalmente previsto para colocar una ventana en la pieza nueva, había sido mal cerrado. El recinto en cuestión era la habitación construida en donde primero estuvo la cochera y que, al pasar ésta al fondo de la propiedad, fue convertida en dormitorio.


Entre el cielorraso de yeso y el techo de loza de esa habitación hay un espacio de unos 15-20 centímetros y allí se había alojado la colmena. Sus integrantes entraban y salían de ese espacio a través de los intersticios mal revocados que ya mencioné. En el patio, y en sus cercanías, hay numerosas plantas de las que podían libar su néctar…

Intentamos ahuyentarlas con humo e insecticidas varios en muchas ocasiones pero, al no poder hacer ingresar el humo y los vapores tóxicos en el espacio que alojaba la colmena, los insectos siguieron allí. 

Pasó el tiempo y la comunidad de abejas se fue haciendo más y más grande. Incluso intentamos tapar los agujeros de la pared para que no pudieran acceder más, pero ya eran tantas abejas que nos atacaron ferozmente, impidiéndonos trabajar con comodidad. Como consecuencia de ello, algunos agujeros quedaron abiertos y el problema siguió vigente. 

Al principio sólo recibimos algunas picaduras, pero temíamos por nuestra hija de menos de un año, Irina. La situación se volvió mucho más grave cuando se hizo (o hicieron ellas) un agujero en el cielorraso de la pieza y empezaron a entrar a la casa. También nos pareció que pasaban a través del caño del ventilador de techo, el que a su vez dejó de funcionar por esos días. Fue así que sellamos todos los posibles huecos de este aparato con cinta adhesiva e impedimos su paso.

Todos los días matábamos entre cinco y diez insectos. Cierto día en que nos fuimos toda la tarde, al volver nos encontramos con que habían entrado varias decenas. Dejamos a Abigail de 10, Julieta de 5 y a Irina en el comedor, cerramos la puerta de la pieza y comenzamos a matar abejas, tratando de que no nos piquen a nosotros. Yo en particular soy alérgico y el resultado de un aguijonazo es bastante dramático, con gran inflamación y dolor.

Esa tarde, cuando terminamos de matar a todas las que había en la pieza y sellar el agujero del cielorraso con yeso, decidimos llamar a un fumigador. Esa misma noche se volvió a abrir el hueco en el cielorraso (¿lo reabrieron ellas?) y aparecieron otras dos grietas más. Tuvimos que abandonar la habitación a las abejas

Para la tarde siguiente, cuando se hizo presente el experto, las abejas se contaban por cientos dentro de la pieza. Zumbaban ensordecedoramente y habían comenzado una nueva colmena en uno de los ángulos de la invadida estancia. Parecían las dueñas del inmueble.

El hombre se puso un traje blanco que le cubría todo el cuerpo y una máscara transparente y entró a la pieza invadida. Aplicó un líquido blancuzco dentro del espacio que ocupaba la colmena, colocando el pico del aspersor por los huecos del cielorraso, los mismos hechos por las invasoras, y de la pared exterior. Luego dispuso un polvo amarillento en todos los lugares de paso o aposentamiento. El proceso duró unos 45 minutos. Cuando volvimos a entrar, luego de una espera de unas dos horas para que se disipen los tóxicos, todas las abejas de la pieza estaban muertas, sus cadáveres tapizando el piso. También había cantidades de pequeños cuerpos inmóviles o agonizantes en el patio. No volvimos a ver ninguna volando.

No obstante, el fumigador nos explicó que en donde hubo un panal tienden a aparecer de nuevo una y otra vez. Es casi imposible controlarlas. Era imperativo que sellemos todos los huecos del cielorraso y de la pared, de ser posible al día siguiente. Pero aún así no sería extraño que volvieran.

Unos cuantos días después tomé el cemento que había adquirido el mismo día de la desinsectación, una cuchara de albañil y una espátula y me puse a trabajar para sellar los agujeros que daban al exterior. Paralelamente fueron sellados con yeso los del cielorraso.

Trabajé durante unas dos horas dado que, además del hueco de la ventana fallida se había hecho, entre la loza y la pared de ladrillos, una grieta que se prolongaba por casi tres metros. A lo largo de ésta había unos cuantos agujeros por donde los insectos podían entrar y salir. Sellé todos los intersticios lo mejor que pude, aún con la incerteza propia de mi falta de experiencia en la materia. 

Afortunadamente, el sellado había quedado perfectamente hecho. No debíamos temer nada por ese lado. Por ese lado, al menos.

II
Unos diez días después de la fumigación volvimos a ver algunas abejas en la pieza. Ya no se veían más en el exterior.

Revisamos el cielorraso y no tenía ningún defecto. Lo mismo las grietas de la pared exterior. No podíamos explicarnos desde dónde entraban y al principio pensamos que provenían del exterior, no obstante no veíamos ninguna en el patio o en la vereda.

Yo empecé a mirar con aprensión los caños de la luz y sus salidas, interruptores, cajas y ventilador de techo. Hasta que vimos que algunas se filtraban por las cajas de distribución de cables y empezamos a escuchar el zumbido que provenía del espacio cielorraso-loza, sobre todo cuando arreciaba el calor. Estábamos en pleno verano.

¿Cómo era posible? Los insecticidas habían matado evidentemente a todas las abejas. Más aún, por algunos días no se vio a ninguna, ni hubo ni el menor indicio de su presencia. Se me ocurrió que las larvas quedaron vivas en sus celdas y, luego de eclosionar, empezaron a buscar la salida de su encierro casi perfecto.

Sellamos con cartones y cinta adhesiva cualquier conexión eléctrica en un ensayo de prueba-error casi interminable: cada vez pasaban menos abejas, pero siempre encontrábamos alguna nueva hendidura que sellar.

Por cerca de dos semanas, el zumbido al atardecer era intenso, ominoso. 

Llegó al fin el día en que dejaron de filtrarse en nuestra casa. Pero el sonido de su vuelo encerrado, siguió escuchándose unos cuántos días más, hasta que cesó, temporalmente.

III
Luego de un paréntesis de unos diez días, nuevamente arreció el rumor sobre el cielorraso, todas las tardes. El ruido parecía filtrarse dentro de mi pecho y confundirse con una fuerte disnea. Recordé a esos monstruos que se resistían a morir en las películas de terror baratas.

Esta vez, en cambio, las medidas de aislamiento demostraron ser perfectas y, no sin ahorrarnos varios días de expectante zozobra, cesó al fin el zumbido.

IV
Han pasado muchos meses, estamos en primavera de nuevo. Por fortuna parecemos habernos librado de ellas.







Esteban Cámara
Santa Fe, Argentina, noviembre de 2006

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